Educación, crisis y agenciamiento social en Chile.
Segunda Parte: Contrapunto.
Los discursos son espacios en constante dispersión, mapas en movimiento que nos obligan a elaborar constantemente nuevas cartografías para poder situar el orden que toman los enunciados en sus distintos niveles, siendo necesario dimensionarlos dentro de determinados procesos históricos, demarcando tanto sus connotaciones ideológicas, sus condicionamientos estructurales, sus mixturas y adecuaciones en el espectro liberal.
La tradición política tal como la conocemos, se encargado de codificar los discursos en espacios dicotómicos de entendimiento, subordinando los campos ideológicos a un espacio instrumental, de ahí que sus principios se apliquen mecánicamente, hasta el punto de su naturalización en medios intelectuales, periodísticos y de especialistas, todo lo cual hacen complejo pensar un afuera de estas relaciones en tanto trama integral de alternativas, lo que determina el diálogo a espacios contrapuestos de un mismo escenario, que tiene como límite acuerdos normativos flexibles, contextuados por las lógicas de mercado, que condicionan la oferta y la demanda, como sus posibles; ideológicos o sociales.
Dimensionar un pensamiento sustantivo y promover el tránsito progresivo hacia un conocimiento entramado a las prácticas sociales, presupone necesariamente un esfuerzo ético, dónde la vida humana y su historicidad constituyen las fuerzas centrales del cambio hacia un nuevo estadio de desarrollo científico y tecnológico, “es decir, trabajo vivo en cuanto objeto del capital y trabajo vivo en cuanto sujeto de su propio devenir”(1), para constituir un modelo social que englobe todos los procesos de subjetivación.
El progresivo sometimiento del sistema educativo a las a las técnicas de gobierno y la irrupción del mercado en las prácticas de planificación, han convertido a las escuelas en piezas claves del armado neoliberal, continuidad de la tradición disciplinaria y el pragmatismo de la empresa conformada por estudiantes, en su calidad de clientes y futuros empleados o cesantes endeudados, condicionamiento que invalida cualquier influencia que pudieran tener a largo plazo en las variables de cambio, ante la carencia de un proyecto que promueva un horizonte de relaciones propio y permita generar espacios nuevos de creatividad entre la institucionalidad y las formas políticas.
Esto si partimos del supuesto que somos capaces de compartir los costos y beneficios que importan a la sociedad en sus distintos niveles, ya sea a mediano o largo plazo, más allá de la perspectiva e interés estrictamente individual de los grupos ajenos al cometido común, una actividad como la educación no puede sino ser considerada desde un punto de vista social, acorde a un conocimiento dinámico de la realidad, que no obtiene validez a partir de su facultad universalizadora, sino de su capacidad de dirigirnos y mostrarnos una “inmensa red de relaciones”. (2)
En este sentido deberíamos pensar que implica que la educación cumpla un servicio público, no sólo como una empresa del estado o una actividad subsidiaria de este, sin caer en la mitología de un sistema social carente de actualidad o contexto, de lo contrario, pese a que nuestro proyecto sea coherente bajo sus propias reglas discursivas, favorecemos un orden de continuidad que se ha caracterizado por profundizar las contradicciones del modelo, es cierto que estas fracturas tienen que ver con la desarticulación de la sociedad civil como espacio de cohesión social, pero también dicha historicidad es consecuente con la demanda real comprometida en el proceso, parte esencial del problema y variable sin la cual es ilegible el amplio apoyo de gran parte de los sectores sociales.
Es precisamente al interior de estas contradicciones, en este espacio diferencial irreconciliable para los mapas políticos, dónde se hacen efectivas las normas convencionales, y las relaciones de poder que profundizan la crisis, subvirtiendo el uno al otro, dando lugar a espacios deslocalizados, invisibles para de los discursos dominantes, espacios en tránsito, un constante devenir que desafía y compromete las prácticas educativas con las vidas de todos los involucrados en el quehacer social, más allá de la promesa de un futuro, más acá de nuestras condiciones materiales y la multiplicidad de vidas y expectativas que éstas proyectan.
El lugar de estos discursos responden necesariamente al sustrato político de nuestra historia reciente, motivaciones que ponen en relieve las rupturas o cortes de línea en el desarrollo social, ya que hablamos de proyectos que inspiran los modelos que como sociedad queremos construir, a partir de la misión que las instituciones educacionales tienen en su rol de formador de individuos, como a su vez del papel que estas desempeñan en la sociedad que las motiva. Comprender estas rupturas, no implica necesariamente dilución de los principios que mueven el pensamiento de izquierda, sino una apertura de estos, que permite verlos en perspectiva y definir su eficacia.
Con el objeto de situar la diversidad de perspectivas, podemos identificar a grandes rasgos tres tópicos centrales, que a su vez corresponden a los escenarios históricos del movimiento educacional de los últimos años; por un lado tenemos el diagnóstico de una creciente apertura de la oferta educativa condicionada por la especulación, y la evidencia de una incompatibilidad de paradigmas a la hora de definir igualdad y equidad en las políticas de financiamiento (crisis), observamos también una sociedad cada día más consciente que la educación es el reflejo de un esfuerzo colectivo, cuestión que hemos observado en la confluencia de movilizaciones, la creciente articulación organizacional y todo tipo de demandas mediatas e inmediatas (movimiento) y por otro lado la holgada administración de estos procesos a fin de generar nuevas políticas y acuerdos (reforma).
Estos tópicos dan cuenta de un estado o “normalización” de la estructura atingente a la política educativa, dónde se ordenan y operan los actores referenciados por la producción discursiva de los campos interés definidos por la matriz político clásica (dicotomía estatal v/s mercado), la que podemos despejar y descomponer en sus elementos principales para entender sus puntos de inflexión.
Podemos resumir estas posturas en tres puntos:
1.- Si bien es cierto que cuando la educación pública se apoyó en el esfuerzo del Estado, hubo insuficiencias de cobertura y en muchos aspectos fue incapaz de dar solución a problemas estructurales. Por lado, la educación pública chilena bajo la impronta del Estado Docente, obtuvo logros que trascendieron nuestras fronteras debido a que la educación pública estuvo centrada principalmente en el papel de los educadores, mientras hoy en día lo está en los sostenedores, en los alcaldes, en los gestores privados, que no tienen ninguna vocación como no sea en objetivos que están en otras esferas de interés ajenos al proceso educativo.
2.- Una participación más activa del Estado como ente regulador es criticada a partir de afirmaciones que sostienen que la Educación Pública es deficiente por el simple hecho de ser pública y que a consecuencia de ello, es culpable de las insuficiencias que tuvo el sistema educacional chileno antes de la reforma neoliberal que impusiera el régimen autoritario. Tales carencias de la Educación Pública justificarían las ventajas del sistema actual, donde todo queda sujeto a las reglas mercantiles, y donde el papel del Estado sólo está destinado a garantizar ciertos accesos mínimos para los menos beneficiados. A su vez se constata que el grueso de los recursos sirve para financiar proyectos educacionales orientados exclusivamente al lucro de ciertos sectores, instituciones o personas.
3.- El enfoque privado de la educación enfatiza que los desembolsos o gastos asociados a ella, tales como aranceles, materiales, transporte, etc. se conciban como una inversión privada directa, inversión que como tal tiene un costo alternativo, y que su fin principal es incrementar la productividad laboral. Aun cuando tal enfoque adolece de simplicidad en el análisis, puesto que el sistema educacional produce otras externalidades esenciales para el cambio y el desarrollo social, y sus insumos tiene orígenes variados entre los cuales el aporte privado aparece como uno más, no es menos cierto que en este enfoque se fundamentan variadas políticas públicas, relacionadas con el sistema de matrículas, subvenciones escolares, créditos y becas.
Estas posturas marcadas por la tensión entre la inversión del mundo privado y la demanda histórica de una educación cuyo fin sea el propender a mayores niveles de movilidad social, han formulado dos grandes modelos interdependientes, por un lado en relación a la “equidad social” y por otro a la “calidad del sistema”. La primera tiene que ver con la igualdad de acceso al sistema y la segunda con la calidad de la educación que reciben los educandos en cada una de las partes en que se divide el sistema educacional. En estos términos, no hay equidad si los individuos no gozan de las condiciones materiales y de formación personal indispensables para acceder al sistema educativo, pero tampoco hay equidad si una vez ingresados al sistema, no reciben educación de calidad similar para todos.
Estos puntos son centrales ya que la nomenclatura y énfasis que cada uno de ellos distingue, permite demarcar los aspectos centrales del debate y que tienen que ver tanto con el rol de estado y el mercado, como con el énfasis respecto de la libertad y la igualdad al interior del modelo democratizador, definido en el gobierno de la concertación “desarrollo con equidad". Bien, discutamos sobre este punto.
La equidad viene del latín aequitas, de aequus, igual. El término tiene una connotación de justicia e igualdad social que supone responsabilidad y valoración de la individualidad, llegando a un equilibrio entre ambas, la equidad si somos fieles a su definición filosófica es: lo justo en plenitud. El problema de la equidad en el plano educativo es enormemente complejo, siempre se ha planteado la educación como una herramienta para favorecer la igualdad social, pero cuando hablamos de equidad, el énfasis es necesariamente pragmático, ya que supone desplazar de la agenda concepciones ideológicas que respondan a una igualdad a secas, que se expresan en la demanda por la gratuidad, ya que la equidad bajo una lógica redistributiva aparece supeditada a la idea de desarrollo, basado en la libre competencia como instrumento destinado a alcanzar mejoría social, cultural y económica.
Este es un problema cuestionable en todos los niveles, ya sea a partir de una fórmula igualitaria, necesaria o posible, dependerá en cada caso de variables estructurales a las cuáles se aplique, por ejemplo la educación primaria será determinante a la hora de seleccionar a los futuros profesionales, y no así las cualidades relativas al mérito o aptitudes personales como dinámicas de selección, variables instrumentales de regulación que instituyen gradaciones de justicia, coherentes con los niveles de fragmentación y segregación de uno de los modelos económicos más desiguales del mundo.
De esta forma hablamos de equidad con énfasis distintos, "lo propio de lo equitativo consiste precisamente en restablecer la ley en los puntos en que se ha engañado” (3), pero siempre en un sentido parcial sujeto a cuestiones ordinarias, debemos recordar que pertenecemos a una tradición republicana liberal, cuyo fin es cautelar y reformar velando por la articulación de intereses y valores que tienen lugar en espacios acotados de la gerencia social, donde la equidad redunda en equivalencias posibles dentro del abanico de posibilidades que ofrece el mercado a la par con las indemnizaciones sociales que promueve el estado, fórmula incuestionable en los debates de estos últimos 30 años salvo en la cotidianidad de colectivos y pequeñas orgánicas, y que hoy desborda nuestras expectativas históricas aglutinando a gran parte de la sociedad chilena y la opinión pública internacional.
Lo que esconden estos discursos, es la crisis que los mueve, el diálogo prevalece por sobre graves problemas de igualdad en acceso y calidad, que bajo la semántica de la equidad y el buen vocabulario político, hacen inaudibles posturas que propugnen un cambio de modelo. No por nada las políticas estatales tienen como público objetivo la población más vulnerable, o al menos, la más cercana a los mecanismo de protección social, lo que no sólo revela la enorme distancia entre los sistemas público y privado, sino también de los subsistemas de precariedad estructural, dónde las condiciones de vida sitúan a gran parte de la población simplemente fuera del sistema educativo.
El discurso y las prácticas políticas de las democracias liberales ignoran que todas las medidas tendientes a democratizar la demanda a partir de la autonomía relativa y la flexibilidad en la oferta, no hacen sino reproducir las condiciones de clase dentro de la sociedad, estratificación que afecta tanto al sector subsidiario como el sector público, autonomía que se traduce en mera inversión privada, y libertad, que implica en la práctica, educación particular o subvencionada, agudizando las diferencias e impulsando una lucha de precariedades sistémicas.
Debemos al menos sospechar que los grupos privilegiados que acceden a la educación superior no solo ocupan las principales vacantes de educación pública, sino que a su vez son los futuros encargados de estas dinámicas de control y gestión, performance histórica, que actúa como mecanismo ritual del poder y sus paradojas, y no como variable de nivelación o movilización real en favor del desarrollo colectivo.
Esto incide en una revalorización por parte de algunos actores, de la antigua matriz estatal-popular, a través de la cual plantean reasignar al Estado el rol como centro de lo político y social, para el desarrollo de reformas y para la resolución de las demandas sociales y por lo tanto, una reversión progresiva del modelo, lo que genera reacciones encontradas entre quienes buscan mantenerlo y quienes propugnan cambios, ya sean profundos o superficiales.
Estas contradicciones son parte de un proceso paulatino, según el cual los intereses y formaciones sociales lejos de toda lógica, no se ha consolidado en determinadas instituciones, sino que a la inversa, las instituciones y las fuerzas políticas tienen como trasfondo una amplia gama de condicionantes y normativas que involucran que cualquiera de los cambios posibles tienen un alcance temporal, un marco de operatividad, que responden de los mecanismos de control amarrados a las formas constitucionales heredadas de la dictadura.
En este sentido, si medimos los alcances del actual movimiento en términos históricos, es hasta cierto punto razonable buscar una salida, siempre que con ello se marque un precedente a seguir, “…una negociación sólo tiene sentido si existe la posibilidad de llegar a un acuerdo que cumpla con las reivindicaciones fundamentales. Si una parte rechaza terminantemente lo que para otra es fundamental, lo más lógico es terminar la negociación y buscar el triunfo en otra parte...” (4) El análisis y las propuestas que han llenado de artículos la internet, son evidencia de que la sociedad chilena vuelve a creer en la democracia, y que las demandas sean de izquierda o simplemente ciudadanas inauguran poco a poco un proceso constituyente que ha ido sumando fuerzas no gracias a acuerdos tácticos o recetas políticas, sino al desborde constante de la estructura social.
La demanda por una constitución democrática, tarea de la ciudadanía, radica en el ejercicio de su potestad soberana, poniendo en cuestión toda regulación que sea exterior a su propia constitución. El Poder Constituyente es el que ejerce el pueblo en un acto soberano, en el que expresa su voluntad política en la constitución de la relación consigo y en la constitución de la relación con los otros, un ejercicio ético de libertad que “abre un campo a nuevas relaciones de poder que hay que controlar mediante prácticas de libertad” (5)
Los alcances de lo que hemos llamado entusiastamente estos últimos meses “el movimiento”, deben en consecuencia responder a las demandas que se ha dado a sí mismo, olvidar sus diferencias en acuerdo a las acciones sostenidas por toda la población que ha dado legitimidad a las movilizaciones, hace tiempo que la efectividad de cualquier demanda está fuera de sus interlocutores inmediatos, nada menos estratégico puede haber en el culto a la personalidad y el carisma, las formas mediáticas del capitalismo solo cumplen con instrumentalizar uno tras otro los simulacros para anular la singularidad del común.
Asistimos a un movimiento del deseo, cuyas capacidades de reproducción y contagio lo hacen instituyente, capacidad constante de reorganización e innovación que ha radicado en la superposición del rol del agente cooperante al del dirigente, generando progresivamente campos de autonomía, que junto con emplazar a la ciudadanía, le han permitido generar nuevas alianzas con el campo popular. Alianzas que actúan a través del fortalecimiento y la multiplicación de las capacidades de los individuos rompiendo con las relaciones de poder que las determinan.
“Un proceso de comunicación de una lucha local a otra (…) como una enfermedad contagiosa, por comunicación de prácticas y deseos comunes” (6) alianzas o ensamblajes que le permiten a un grupo de personas, cuyos miembros no son identificados como sujetos o individuos de una u otra categoría, devengan en algo más que un grupo, para transformar los espacios y situaciones en un proceso continuo de rebasamiento.
Notas
1 Cesar Altamira, “La guerra como el control de las multitudes” en “Diálogo sobre la globalización, la multitud y la experiencia argentina” A. Negri, G. Cocco, C. Altamira, A. Horowicz. Editorial Paidós, Buenos Aires, 2003 p. 59
2 Alusión a William James en “Por una política menor” Maurizio Lazzarato, 2006, De la edición Traficantes de Sueños.
3. Aristóteles, Moral a Nicómaco, libro quinto, capítulo X
5. Michel Foucault, “La ética del cuidado de uno mismo como práctica de la libertad”, Entrevista realizada por Raúl Fomet-Betancourt. Helmul Becker y Alfredo Gómez-Muller el 20 de enero de 1984.
6. Michael Hardt, Antonio Negri, “Multitud, guerra y democracia en la era del imperio” Primera Edición Buenos Aires: Debate, 2004 p.251