La reconstrucción Nacional

En el escenario geopolítico global, una catástrofe es siempre una oportunidad, la cuál es efectiva no sólo por su magnitud, sino por la capacidad de respuesta de quienes detentan el poder para plasmar su política. Pasado unos días del sismo del sábado 27 de febrero, y medida la respuesta de los profesionales especializados en aras de minimizar la catástrofe, la Presidenta de la República llama a los ciudadanos a la “solidaridad” y la “unidad nacional”. El candidato electo por su parte, emblematiza su futuro gobierno con el nombre de “la reconstrucción nacional”, primado que reiterara la actual mandataria transversalmente con el bloque gobernante y los medios de comunicación.

El amplio espectro nacional festeja de una u otra forma la llegada de “el cambio”, que más allá de una larga campaña política o un proyecto de gobierno, se proyecta como un nuevo imaginario ciudadano. Un diario local señala en su portada refiriéndose al sello del nuevo gabinete, como “la llegada de los gerentes”, dada la estrecha vinculación de estos con las principales empresas del País. Chile claramente cambió, pero ese cambio no fue gracias al terremoto, tampoco a las elecciones presidenciales, sino, a la ambigüedad y letargo político de años de administración de la coalición gobernante, que si bien discursivamente propugnaba valores ligados a los derechos humanos, alegoría que supone una distancia ideológica con la dictadura, por otra parte profundizó la inversión privada a costa de los derechos laborales, educacionales y medioambientales, ejerciendo una fuerte represión contra el movimiento social.

Más allá de que en efecto, una vez ocurrido el sismo, las únicas redes sociales de apoyo fueron las organizaciones barriales, sindicales y formas naturales de autoorganización, quien se hizo oír fue “la ciudadanía crítica” en orden a la gerenciación de la crisis, nadie podía esperar una solución artesanal o improvisada en un estado moderno, alabado internacionalmente por su índices económicos. Todas estas señales, explican de una u otra forma, la necesidad social de materializar un nuevo proyecto, aunque en la práctica tan solo sea su continuidad encubierta.

La crisis ideológica, la destrucción paulatina de los cimientos del estado, y la impotencia de la utopía liberal de instalar un nuevo paradigma, configuran el paisaje que ha permitido resituar y hacer colectivo un lenguaje, que tanto la historia mundial como en Chile, no solo tienen coincidentes antecedentes que marcan los hitos en el paisaje político, a su vez poseen igual nomenclatura semántica. Si observamos la historia reciente de los países post-guerra o post-catastrofes, tutelados militar y humanitariamente por los intereses económicos del imperialismo, como Bosnia, Kosovo y Afganistán, los emblemas para desmantelar el sustrato ideológico del socialismo fueron los de la solidaridad y la reconstrucción nacional.

En Chile a nadie le extraña este lenguaje, hemos dado paso del “mal menor”, al “es lo mismo”, claro síntoma de la crisis ideológico-política que se vive en el País, simbolizada por un hombre pobre, necesariamente indefenso, embarrado, sosteniendo una bandera rasgada, opuesto a la imágen de la delincuencia, a las clases peligrosas, al sujeto popular, que hace suyas las necesidades ante la desprotección social, y que claramente pone en riesgo la moral de la caridad, de esa perversa alegría de proyectar nuestro propio sentido de superioridad ayudando a otro, reconocimiento que solo es posible introyectando en el, estrictas normas de comportamiento.

Este escenario en la historia chilena nos es nuevo, Patricio Mans en su libro los “Terremotos de Chile” relata como en el sismo de Valparaíso el 16 de Agosto de 1906, de 8,39 en escala Richter, desató una “guerra campal entre la fuerza pública y salteadores, muchos de los cuales fueron fusilados in situ”, “hubo que defenderse con sus propios recursos de la propagación de los incendios, de los insensatos que rompían las cañerías de agua más cercanas para abastecerse”.

Este periodo de la historia chilena, que comprendió entre 1906 y 1912 es conocido como “Il risorgimento” dando su espíritu plutocrático y el énfasis de la clase dirigente en el desarrollo de la técnica y la sobrestimación de la riqueza, la “Belle Epoque” chilena, caracterizada por la alianza del clero con la burguesía capitalista, el voto universal y por ende el voto analfabeto, estimulado moral y políticamente por los jesuitas y la clase alta del país.

El triunfo de la riqueza por sobre los principios y convicciones desató en este periodo una fiebre de especulaciones, el deseo de pequeños comerciantes de improvisar fortunas en medio de un pragmatismo político basado en honores recíprocos de personas acaudalas, transformando la política en un pasatiempo, privilegio de unos pocos que podían financiar millonarias campañas electorales.

La crisis ideológica, el pragmatismo político y la voz de los más acaudalados nuevamente se vuelve a oír, es la “descomposición social” como señala el ex general Cheyre, que hacen del campo popular sus principales objetivos, “reconstrucción nacional” en marcha que peligrosamente podría asemejarse al periodo de igual nombre acaecido en la historia de Perú, conocido como también como el “Segundo Militarismo”. Los intereses económicos en zonas ya militarizadas del sur de Chile, en el cuál el empresariado hoy pronto a asumir el gobierno se ha asentado desde la dictadura, desalojando a las comunidades y atentando contra las ciudades vecinas una vez que ponen en riesgo el equilibrio medio ambiental, son indicios que factiblemente pueden ser la antesala de una normalización de la política de toques de queda, dónde si la memoria no nos falla, la única justicia que impera, está supeditada al criterio que podría llegar a tener la mentalidad de un militar.

Para tapar toda sospecha, el espectáculo no se hace esperar, las imágenes del derrumbe repetidas una y otra vez, y la metáfora de un Chile que se levanta, un chile emprendedor, hacen de analogía perfecta del comportamiento de la economía capitalista, un país que sucumbe ante un desastre social o físico y se levanta gracias a la especulación empresarial, basado en el espectáculo de la solidaridad y la inversión inmobiliaria, desastre que se proyecta como el principal negocio de la reconstrucción en el Chile del Bicentenario, supeditando todo orden relativo a la protección social a la ya legitimada evasión de impuestos, haciendo creer a la ciudadanía, que son los empresarios y los militares quienes levantan la patria para salvarnos de la catástrofe.

Recordemos que la formación de las democracias modernas, tienen íntima relación con el llamado “derrumbe de los socialismos reales”, por lo que para hablar de solidaridad requerimos un meticuloso trabajo de desambiguación lingüística, la caridad en este sentido, no es más que un valor sucedáneo de la igualdad, por muy natural que pueda parecer la diversidad y la solidaridad en el lenguaje divino. Aún, el más bondadoso cristiano puede afirmar, que sólo en un plano igualitario el ejercicio de la solidaridad se hace cotidiano, ya que la moral que va en ayuda del necesitado es y a sido siempre la moral del poder, no la de la salvación, inculcada a los desposeídos para domesticarlo, es por ello que las clases peligrosas aparecen, oportunamente aisladas o escindidas, mostrándose ambivalentes, anárquicas y patriotas.

Este derrumbe es el resultado, el subproducto de una era post ideológica, en la cuál la lucha por el sentido demanda nuevas significaciones, más allá de los afanes coyunturales y mediáticos, a fin de nutrir a las organizaciones de izquierda y al movimiento popular de un nuevo lenguaje, con la claridad y perspectiva necesaria para reconstruir con nuestras propias manos la patria de todos.