La cuestión indígena: cuerpo y representación



Un diagnóstico posible de las variables que influyen en la cultura, puede ser abordado a partir de las relaciones que traman la vida de un cuerpo determinado, como también de las formas representacionales que lo modelan, entendiendo estos planos como extensiones de un proceso que tiene lugar tanto en el contenido como en la expresión, los cuáles determinan sus agregados y elementos. Todo cuerpo individual o social sufre modificaciones, según se ven afectadas sus sensibilidades, según se actualizan sus bordes, según las texturas que toma su piel y los acontecimientos que lo delimitan y sitúan como una identidad determinada, en un plano real o contextual de la existencia.

En la historiografía chilena, el cuerpo indígena aparece habitualmente como un conjunto humano informe, un espacio a domesticar, sujeto a todo tipo desgarros, materiales, biológicos e individuales, necesariamente invisivilizado en tanto objeto de la materia viva, un hallazgo naturalista de la vida vegetal y animal que transita entre el nacimiento y la muerte, tipificado según fenómenos característicos de una unidad celular, como son la gestación, el crecimiento y la reproducción.

Esta relación es inherente a los procesos de conquista y a las formas morales que van a sedimentar lo que hoy conocemos como estado moderno, relación transversal que se establece entre el tratamiento del cuerpo indígena y el pensamiento que se instaura a partir de la racionalidad occidental, agenciando los mecanismos que operan a fin de establecer un mapa urbano e institucional de referentes representacionales que territorializan las piezas de la urbanidad, conformando un paisaje higénico de identidades temáticas definidas por el ordenamiento normal de la especie, ya sea como entidades míticas de carácter simbólico o agregados territoriales fundantes del “cuerpo político”.

La ilusión de este “cuerpo” responde a la historia contada, administrada, y tutelada por los dispositivos de civilidad, que producen, reproducen y legitiman desde una mixtura biomédica la simbiosis del español y el indígena, subsumiendo la identidad y administrando la vida en el consenso armónico de los cuerpos, borrando cualquier registro particular que se resista a las premisas colectivas de la nación, el estado y la representación, que tienen como fundamento central promulgar el autoritarismo y el liberalismo a partir de un metafísica contractual, a fin de extinguir la violencia y proteger la propiedad y la libertad, entendidas como la vida y los bienes burgueses.

Este orden de demarcaciones subjetivas, existenciales, geográficas y materiales, permite suturar las fronteras de la lengua y las formas culturales, resignificando el deber ser indígena, artificialidad que los adhiere, material, sexual e identitariamente al mito de la historia republicana, con el objeto de hacer desaparecer los territorios reales y culturales, desplazando los cuerpos libres e instrumentalizando a los dóciles, frontera que va a recorrer los márgenes de la ciudad y la violencia por un lado, la fiesta intercultural y el desarrollo artesanal por otro.

La narrativa de fronteras se propone de esta forma, descontextualizar y extirpar al indígena del cuerpo de la historia, teniendo como antecedente el hallazgo monumental de precarias formas de intercambio, exhibiendo como ideal social, al sujeto cautivo, civilizado, awingkado, cristianizado y público, homogeneización funcional a los mecanismos que establece el Estado Nacional-Popular reproduciedo y diversificando las formas de dominación subjetiva, ya sea al interior de la administración estatal, o como forma espectacular de la representación política.

Esto es más que evidente al interior de la población de referencia del aparato administrativo, espacio binario donde se relejan los dobles y desgarran los cuerpos silenciados, escindiendo representación y significado, configurando la ilusión constante de un afuera, con la particularidad de reunir bajo la figura de la heterogeneidad, múltiples dispositivos de captura y normalización, mixtura que demarca las fronteras al interior de aquel perverso crisol, que supone el reconocimiento como forma de legitimidad del poder político.

Este ejercicio del poder es el denominador común de los sistemas de etiquetaje, preocupación renovada del racismo científico, que fortalece la discriminación racial promulgando intereses relativos a la identidad y el desarrollo de los pueblos, ejercicio administrativo en constante colaboración y tensión con la ciencia, la tecnología y las formas jurídicas, en tanto dispositivos anatomopolíticos específicos diseñados para la construcción de nuevas formas de identidad y de ordenamiento social, que constituyen el modo de legitimación de un modelo basado en el desequilibrio económico y político de la relaciones sociales.

Esta tensión se hace patente al interior de las demandas del tipo “étnica”, que más allá de liberar las condicionantes que suponen una relación de desigualdad de naturaleza ontológica, reivindican la diferencia en sus características “naturales” e “históricas”, escencialismo que corre de la mano con la relación identitaria o de pertenencia que se establece según estos órdenes de administración. De esta forma el colectivo desaparece dejando de ser una entidad política real, para ser traducido a una mera población demográfica y biológica.

La moderna traducción del nativo a la fórmula del ciudadano es la operatoria que inscribe el discurso salubrista en los cuerpos de los vencidos, el cuerpo indígena aparece aquí como condición y objetivo de los mecanismos del biopoder, activando los centros y las lógicas del dominio, centros mutantes de interacción subjetiva que retroalimenta los elementos del Estado, el cuál lo requiere para sí como objeto de gobierno para de esta forma definir los códigos de urbanidad que le permitan superar el estado de barbarie “natural” que le antecede y disponer de un uso adecuado de los cuerpos y las conductas individuales.

Las formas representacionales que aglutinan la demanda histórica y los usos culturales dentro del mapa político administrativo, oscilan entre estos dos procesos; negación y asimilación, actuando bajo el nombre de la memoria, vaciada, sustraída del presente, no-situada y fetichista de las formas culturales. Esta es la lógica de una soberanía subvertida en el goce colectivo, un efecto de la plusvalía del poder determinada por la cultura del valor, ambivalencia que se encuentra arraigada en el tiempo del olvido, en los intersticios que demarcan la memoria y el presente, en aquella distancia normalizada entre discurso y acto, que caracteriza las formas morales del amplio espectro de la sociedad chilena post-dictadura.